Las cosas se han salido de control: primero piensas en un rumbo e intentas seguirlo; te aferras a la idea y cuando menos te lo esperas, la situación que se presenta, sin avisar, te abofetea tan sonoramente, que sólo eres capaz de escuchar el eco por un largo rato.
Se te durmieron las puntas de los dedos y los labios, y aún así, puedes ver en la oscuridad el fuego que producen tus caricias, tanto como las llamaradas de tus besos. No te importa si es de día o de noche; si hace calor, frío o llueve, pero extrañamente observas con atención las partículas de polvo que flotan a un ritmo lento dentro de un rayo de luz y crees, de verdad, que cada gota de agua que compone este aguacero, viajó un sinfín de kilómetros sólo para convertirse en la sábana perfecta: la que atempera los cuerpos apenas rozando.
Cualquier malestar desaparece mientras experimentas las subidas y bajadas de la montaña rusa en la que te acabas de montar, donde los vértigos sólo conducen al placer y culminan con los mejores aterrizajes flotantes. Te cuesta un trabajo enorme darte cuenta de que no duermes y no estás soñando, porque los espacios, los objetos y las personas a tu alrededor se mueven a velocidades difíciles de descifrar. El hambre, la sed, el cansancio y el dolor se acomodaron en un rincón de tu mente donde reposan plácidos, sin hacerse presentes.
Los sonidos cobran de pronto una importancia inusitada: alcanzas a percibir todas las superposiciones auditivas del ambiente; del ruido, de las voces, de los secretos al oído, de las risitas suaves, de las respiraciones aceleradas, de la guturalidad profunda, de dos lenguas que se exploran, de las palmas de las manos cuando se encuentran con la ropa o la piel, del crujir de los muebles o el cabello cuando se revuelve.
El mareo es tal que llega un punto donde no sientes el suelo que te detiene, y tus reacciones son tan torpes como gráciles: recuerdas cuando te animaste a aprender a volar. Arriba es abajo; cerrar los ojos es abrir el adentro y el afuera al mismo tiempo: como relámpagos distingues luces de los colores que jamás vas a poder poner en un papel.
El silencio te sabe delicioso: espacio amplio donde felizmente se alborotan en remolino todos tus pensamientos…pero la fuerza centrífuga provoca que a veces las palabras salgan como torrentes anárquicos. Algunas de ellas no son capaces de ver su propio filo y desgarran, hieren o simplemente despiertan miedos olvidados. Es casi imposible medir el impacto que van a causar, pero aún así, no te arrepientes de la ruta que tomaron para salir de tu boca, haciendo la escala obligatoria en el corazón primero, y en el resto de las vísceras después.
Así que, cuando llegaste en piloto automático a tu cama pensando que ibas a dormir, descubres que esas pequeñas palabritas se empiezan a asentar en los bordes ásperos de la razón y encajan perfectamente en la lógica de las relaciones humanas: no tienen sentido, no llevan a ningún lado, no puede ser que se hayan salido de aquella espiral vertiginosa; para qué lo hiciste, arruinaste el momento, eso nunca se debe decir tan pronto, probablemente constituyen una mentira…..etc.
Ahí es cuando empieza el proceso de volver a la normalidad, cuando poco a poco el adentro que estaba afuera, lentamente se enrosca en sí mismo hasta esconderse otra vez: arde, molesta, inquieta y causa escalofríos mezclados con el máximo desazón y un poco de tristeza.
A la vista de todos, el adentro desapareció y, aunque obviamente tú sabes de su existencia (que es la tuya), la vida misma se va a encargar de ir equilibrando fuerzas entre lo visible y lo invisible. Mientras, violentamente, da paso a las demás preguntas que van a taladrar tu ánimo por un tiempo: somos reversibles, pero cuántos; quiénes; cómo y cuándo son capaces de desdoblarse, aunque sea un segundo, para brindar sin reservas absolutamente todo lo que los conforma?